[box_dark]«…aún quedan seres humanos que pueden mostrar, juntos, su capacidad de movimiento, su capacidad de sentir la tierra bajos sus pies… y andar, descubrir la maravilla de sus pasos, tamboreando el cemento, llamando a los demás….»[/box_dark]
Al volver a contemplar este cuadro, en las últimas semanas, no hemos podido evitar acordarnos, constantemente, de todos esos mineros españoles empeñados, como titanes, en mostrarnos su dignidad, en defender lo que es suyo, en resistir, con sus pasos y con sus lágrimas, las puñaladas y los insultos lanzados por esos seres sin alma, los dueños del mundo, los ladrones de todos. Esos mineros, agarrados a la tierra, a su trabajo, a su orgullo, nos muestran, a todos, el camino… cuando la la lucha no solo es necesaria, sino imprescindible.
El siguiente montaje no habría sido posible, como siempre, sin el trabajo, sin la fina sensibilidad artística, con la que Antonio Calvillo nos regala su tiempo.
Gracias a Horacio March, esté donde esté. Y a John Coltrane, por saber oír lo que soñamos.
Y gracias a los mineros españoles… por su ejemplo, por su lección de dignidad.
Texto:
Siempre que observo este cuadro, celebro y demando la indignación de todas las personas nobles irrumpiendo en las calles, en las plazas, tocando la diana del pensamiento… sueño con esa marea de gente despierta que quiere, y consigue, despertar a los que aún duermen. Me dejo llevar por las perspectivas sonámbulas de los edificios y por las perspicaces luces de un perfecto atardecer, y entonces me adentro, y me cobijo, en los corazones de todos aquellos que todavía tienen algo que decir. Mientras ese árbol triste, seco, desnudo, parece colocarse ahí como una especie de apuntador, como una mirada incierta que intenta desesperadamente mostrarnos nuestra situación real, como si fuera un personaje casi espontáneo, colocado ahí por alguien que percibió en un instante de lucidez shakespeariana que algo le faltaba a esa escena, a ese teatro eterno donde todos somos, indistintamente, personajes y espectadores, personajes que buscan, no un autor, sino un destino que no esté escrito en ningún libro, una palabra que nos mantenga de pie, y con los ojos abiertos. Está seco, sí, pero su tronco quiere mantener una encomiable rectitud que pueda sostener esas postreras ramas que, de forma lánguida y digna a la vez, intentan tocar el cielo azul que se presenta, que quiere ensancharse, abrirse paso, desterrando ese humo negro y antiguo que cubre el presente. Esa mujer y su hijo se esfuerzan por representar los invisibles tiempos futuros que vuelven los ojos, como si fuera una última oportunidad, hacia emergentes y deseados pasados que puedan ampararlos. El niño demuestra, con su lenguaje corporal, brazo y pierna que insinúan movimiento que quiere serlo, sin quererlo del todo, temeroso y deseante a la vez, que quizá no pueda esperar. Ilumina un deseo que está a punto de estallar, una esperanza que ya no puede permanecer quieta, callada.
Al fin y al cabo ese niño es el hijo de todos nosotros
Y lleva años demandándonos un llegar, un estar, que no se diluyan entre todas las palabras vacías e impostoras. La mujer encoge un esceptismo que no quiere volver a sentir, quiere comprobar que no se trata de un cruel espejismo, que en ese mundo, habitado por todas las cenizas, aún quedan seres humanos que pueden mostrar, juntos, su capacidad de movimiento, su capacidad de sentir la tierra bajos sus pies… y andar, descubrir la maravilla de sus pasos, tamboreando el cemento, llamando a los demás.
Llega la masa de hombres, espantando, en su unión, resignaciones eternas que se resisten a abandonar la calle de todos, pero algunas luces comienzan a encenderse, incluso en la conciencia más oscura alojada ahí… en la casa apagada, que ya quiere hospedar en sus paredes los incipientes rayos de sol que saltan por sus tejados, alimentando su renacer con el rojo intenso que su amiga de enfrente le ofrece.
La proa del transatlántico humano ha irrumpido en la calle… para que nos subamos, ¿lo hacemos?
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