Convirtió la tristeza en sonidos y el dolor en canciones. Arañadas de vida salían de su boca las notas desgarradas y la herida dulzura de su queja revestida de dignidad y coraje. De un silencio arrastrado por un mar de tequila, del vacío insondable de la soledad, supo dar vida al llanto enamorado de su música de luz y de tinieblas. Puñales y caricias fundieron sus demandas en el tono amargo y despacioso de su voz firme y seca; una voz de metales ardientes, capaz de abrir surcos en los abismos que nos pueblan y transmutar en lluvia de esperanza nuestros nublados de melancolía.
Pistola al cinto, osadía en la palabra y sentencia en los ojos, supo pasear su entereza por el bulevar de los sueños rotos y desmarcar de los mariachis sus rancheras para que nada lavara la herida que encerraban, y arrastró su cante hasta hacerlo caer en el vacío de un tiempo templario, pausado, algodonoso, ajeno a prisas y banalidades, donde el quejío abría su gruta de ronca melodía para arrojarle sus flechas al destino. Porque era cantando cuando ella se liberaba de todas sus cadenas, de todas sus amarras, de todas las mordazas que habían enterrado su amor en las mazmorras de lo prohibido. Y desde sus canciones amaba, soñaba, vivía y daba rienda suelta a sus voces secretas y a todo el magnetismo que irradiaba su relámpago preso.
Al otro lado del espejo, habrá podido fundirse en inmortal abrazo con el alma gemela de José Alfredo Jiménez, poesía pura destilada en alcohol y desengaños; con su admirada Edith Piaf, la hermana europea de turbulencias y desolaciones; con Frida Kahlo, su amiga más que íntima; con su idolatrado Federico, cuya sombra poética buscaba en la Residencia de Estudiantes: su única hospedería cuando venía a Madrid. Allí habrán amalgamado lágrimas y risas, nostalgias y canciones, apurando los tragos de la noche sin fin, desgranando la dura y conmovedora poesía que muere y vive de su propia muerte.
Se quebró el barro trémulo, la arcilla palpitante, de Chavela Vargas. Muda quedó la rebeldía que encontraba cobijo en sus canciones, en su forma de amar y de sentir; pero la cobriza tiniebla de sus ecos continuará llenándonos de lágrimas, de flores y suspiros, porque logró remontar la esfera de la vida, la sima de la muerte, para trepar por las raíces de nuestros sentimientos hasta instalarse en el acervo del sentir colectivo. Por eso –como diría José Alfredo–, nadie podrá apagar las luces que ella dejó encendidas con su lucha y su arte.
Descanse en paz.
Santi Ortiz
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