Cádiz. 23 de noviembre de 1876. A la hora del temprano atardecer ponen las olas un compás apagado como de palmas sordas. Hay música en el agua y en los aires de calles y plazuelas y en la sonrisa de esa vida nueva que ha venido al mundo en el número 3 de la plaza de Mina para inundar de Música los oídos del mundo.
En ese marco, donde la sal y el sol prestan al cielo la claridad sin par de sus celestes, donde las alegrías recién nacidas ponen gracia y risueño dinamismo en el eco festero de sus cantes, se cría Manuel de Falla arrullado por el sosiego de las nanas maternas, acariciado por las sensibles manos pianistas de su padre e iluminado por los ecos flamencos con que su ama de cría, La Morilla, lo amamanta y lo nutre.
Algo de todo eso prendería en el alma de aquel niño de forma inmarcesible para que, con el andar del tiempo, arañara con su huella el duende de su música; para que su finísimo oído captara en todo su dolor la sapiencia del mundo que se encierra en el quejío estremecido y roto de ese cante profundo que apellidamos jondo. ¿O es que acaso no hay calderos de luna, destellos de navaja, sangre vencida que se revuelve y danza, tinieblas de traiciones e injusticias, relámpagos de rabia y esperanzas por los caminos que transitan las notas de sus obras? ¿O es que en El Amor Brujo, La Vida Breve, El sombrero de tres picos, La fantasía Bética o en las Noches en los jardines de España no tiritan ardiendo de fiebre los pulsos del flamenco?
Don Manuel, que había nacido y crecido en una ciudad cantaora, ha podido sentir cómo el flamenco puro deambulaba por esa frontera sutil y aterradora donde confluyen genialidad y locura; cómo, en los días de levante –ese viento que por Cádiz tensa nervios y aloca cabezas, y que en el campo hace reburdear a los toros de saca–, llega a apoderarse de las madrugadas para erizar con el cuchillo de sus sentimientos el vello del mismísimo infierno. Pero don Manuel también sabe que el auge de los cafés-cantantes está prostituyendo el cante, que la comercialización del mismo banaliza sus trágicas entrañas, que sus esencias se ven adulteradas hasta el punto de poner en peligro su supervivencia, diluido su drama en la chabacanería del flamenquismo.
Únase a esto la actitud despectiva hacia el cante del grueso de los hombres que componen la generación del 98, cuya sordera intelectual hacia el flamenco no limita su crítica a lo que se exhibe en los cafés-cantantes, sino que la extiende a todo lo que a flamenco suene. Como el antitaurinismo actual, aquel antiflamenquismo desconocía todo lo referente al objeto de su fobia, sólo sentían y proclamaban fanáticamente un indiscriminado desprecio por la totalidad del cante. Y es aquí donde interviene Manuel de Falla para hacerse acreedor de la memoria agradecida de un género al que él procuró para siempre el reconocimiento de arte.
Como un paladín en defensa de su dama, en cuerpo y alma se entrega don Manuel a organizar el “Primer Concurso de Cante Jondo” que, tras arduo trabajo en comandita con Turina, García Lorca, Pérez Casas (más tarde director de la Orquesta Nacional), Ramón Pérez de Ayala, Juan Ramón Jiménez, Giner y Fernando de los Ríos, entre otros nombres de prestigio, se celebraría en la Plaza de los Aljibes, de la Alhambra, los días 13 y 14 de junio de 1922.
Si antes de esas fechas, cualquier pope de la cultura, cualquier mandarín de ese universo bienpensante formado por intelectuales, artistas, periodistas, etc., podía ignorar o atacar con total impunidad el cante flamenco; después del respaldo granadino iban a tenerlo muy difícil sin exponerse a caer en el mayor de los ridículos. En esto radica la impagable deuda que el cante contrajo con uno de los tres músicos más importantes de la historia de España. Y yo, desde aquí, aprovechando la celebración de su natalicio, me hago eco de dicho reconocimiento para alumbrar el yunque de su memoria con el humilde martinete de mi agradecimiento.
Santi Ortiz
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Un perfil brillante¡¡¡ Enhorabuena Santiago.
Santi, aunque en mis años universitarios realicé un curso monográfico sobre Don Manuel de Falla, los datos que aportas en este artículo acerca de su defensa del cante jondo, se habían quedado ya en el olvido. Gracias por recordásnolo.
Y no te azores 🙂 si te digo que el duende de la música de Don Manuel de Falla, más el duende del flamenco, unidos a tu forma de decir, es un cóctel de néctar y ambrosía, que hay que leer sorbo a sorbo, para poder saborear toda su esencia.
Con el corazón en la mano, me encanta la forma poética de tus palabras. Me haces disfrutar con tus artículos.
A la espera del próximo…
Un abrazo